INDIOS Y MESTIZOS EN LA ESPAÑA MODERNA: ESTADO DE LA CUESTIÓN
(*)Publicado en El Boletín Americanista que edita el Departamento de Historia de América de la Universidad de Barcelona.
RESUMEN
En el presente artículo hacemos un balance global sobre la temática de los indios y mestizos en la España Moderna. Durante los primeros años hubo un flujo notable de indios que se frenó en la segunda mitad de la centuria, tras la aprobación de las Leyes Nuevas.
Los principales mercados esclavistas de la Península fueron Lisboa y Sevilla. Después de la promulgación de las Leyes Nuevas de 1542 muchos de estos indios dejaron de ser esclavos para convertirse en criados. En esa misma época se hicieron frecuentes los enlaces entre esclavos negros e indios, denotando la existencia de un status social similar para ambas etnias.
Caso muy diferente fue el de los indios nobles que, por el contrario, recibieron un trato privilegiado. También los mestizos legitimados por sus padres y enviados a la Península gozaron, en función de su disponibilidad económica, de una buena posición social.
PALABRAS CLAVES: indio, cacique, mestizo, esclavo, criado, mercado esclavista, trata.
ABSTRACT
In the present article we do a global balance on the subject matter of the Indians and half-caste in the Modern Spain. During the first years there was a notable flow of Indians that was stopped in the second half of the century, after the approval of the New Laws.
The principal markets slave holders of the Peninsula were Lisbon and Seville. After the promulgation of the New Laws of 1542 many of these Indians stopped being slaves to turn into servants. In the same epoch the links became frequent between black and Indian slaves, denoting the existence of a social similar status for both ethnic.
Very different Case was that of the noble Indians who, on the contrary, received a privileged treatment. Also the half-caste ones legitimized by his parents and sent to the Peninsula had a good time, depending on his economic availability, a good social position.
KEY WORDS: Indian, chiefs, half-caste, slave, servant, bought slave holder, treats.
INTRODUCCIÓN
Hace ya casi una década que emprendimos la ardua tarea de estudiar los indios y los mestizos que, tras el Descubrimiento de América, se embarcaron con destino a la Península Ibérica. Después de varios años de investigación, escudriñando numerosas fuentes tanto manuscritas como impresas, llegamos a la conclusión de que fueron varios miles los que arribaron a nuestras costas a lo largo del quinientos, e incluso, durante la primera mitad del seiscientos, fundamentalmente para abastecer el mercado esclavista peninsular.
Desde un primer momento nuestra intención no fue otra que la de sacar a la luz una página prácticamente inédita de nuestra Historia. Una temática que había sido casi totalmente omitida por la historiografía moderna y contemporánea. El objetivo era, pues, reconstruir el devenir de esta minoría étnica, marginada hasta el extremo de haber sido objeto de un denigrante olvido de la memoria histórica. No obstante, debemos reconocer que en realidad no se trata de un olvido sólo de este grupo étnico sino también de otras minorías de la época, como los esclavos canarios, los berberiscos, los turcos y los orientales que apenas han recibido atención por parte de la historiografía. Por ello, se tiene la errónea impresión de que la servidumbre afectó única y exclusivamente a personas de color, cuándo la realidad fue otra bien distinta.
Es nuestra intención presentar en este artículo una síntesis global de muchos de los aportes que hemos venido dando a la estampa en diversos foros científicos y en revistas americanistas de investigación. Para ello hemos descargado el texto de aparato crítico, limitándonos a remitir a una bibliografía final en la que el lector podrá encontrar información más detallada sobre aspectos concretos.
Pese a todo, huelga decir que son todavía muchas las interrogantes a las que no hemos conseguido dar una respuesta satisfactoria. Por ello, este trabajo es una síntesis de lo que sabemos pero también el punto de partida para futuras y más completas investigaciones que perfilen los no pocos aspectos que todavía desconocemos.
PARTE I:
ESCLAVOS, SIERVOS Y CRIADOS
1.-LOS MERCADOS DE ESCLAVOS INDÍGENAS
La mayor parte de estos desdichados aborígenes tuvieron el triste destino del mercado esclavista. En Sevilla, en Valencia, en Lisboa, en Córdoba, o sencillamente, en la feria de ganados de Zafra (Badajoz) eran adquiridos al igual que los esclavos negros. Precisamente, el carmonense Silvestre de Monsalve declaró haber comprado a un portugués una india llamada Felipa en la feria de Zafra, "donde se vendían los esclavos".
De todos esos mercados fueron Sevilla y Lisboa donde se vendieron más regularmente. Y era lógico que esto fuera así por dos motivos: primero, porque ya a fines del siglo XV eran los dos grandes centros esclavistas peninsulares. Y segundo, porque ambas ciudades se había erigido en puntos habituales de arribada de los buques procedentes de las Indias españolas y de las portuguesas respectivamente. De hecho, sabemos que en la década de los cuarenta llegó a haber en Sevilla más de doscientos indios esclavos.
Desde los años treinta la legislación se tornó tan severa que el emporio de esclavos indios se desplazó a la capital del vecino reino portugués, es decir, a Lisboa. La reglamentación portuguesa protectora del indio fue mucho más tardía que la española. La primera prohibición de la esclavitud de los nativos brasileños data nada menos que de 1570, y quedaban excluidos los capturados en guerra justa y los antropófagos. Las presiones fueron de tal magnitud que debió ser revocada tres años después, consintiéndose la esclavitud,"excepto en los casos manifiestamente injustos". Como bien afirma Frédéric Mauro, se trataba de "una maneira hipócrita de contornar o problema moral", pues, permitía mantener una institución que ya había sido condenada cuarenta años antes en la Bula del Papa Paulo III (1997: I, 208). Esta permisiva legislación provocó que el indio brasileño apareciese en los mercados españoles hasta mediados del siglo XVII.
Nada tenía de particular que la capital portuguesa tomase el relevo a Sevilla como epicentro en la venta de nativos americanos. No en vano, desde el último tercio del siglo XV, a raíz de la fundación de la "Casa dos Escravos", se había convertido en uno de los grandes mercados del suroeste europeo. Al parecer, entre 1490 y 1530 pasaron por esta institución lusa entre trescientos y dos mil esclavos anuales que se distribuyeron después en España y en otros países europeos. A esta ciudad llegaron varios cientos -quizás miles- de indígenas, procedentes en su mayoría del Brasil. No en vano, en muchos de los pleitos por la libertad de los indígenas los testigos españoles repitieron sin cesar la licencia que había para cautivar indios de tierras del Brasil. Y en este sentido, un testigo presentado en 1559 en un pleito por la libertad de un indio declaró lo siguiente:
"Dijo este testigo que sabe y es público y notorio a todos que los brasiles y sus tierras tienen conquista y guerra unas provincias contra otras y se matan y prenden y cautivan a otros y se comen por ser gente que vive sin fe y sin ley cristiana ni razón ni orden de vivir y los que no quieren comer los venden y
rescatan a los portugueses en las provincias que en las dichas partes están de cristianos y todos los esclavos del Brasil que de allá vienen a este Reino todos son habidos por esclavos cautivos y por tales y como todos se sirven de ellos y los compran y venden públicamente..."1.
Pero no solo llegaron a Lisboa indios de las colonias portuguesas sino también de las españolas. Estos eran comprados en los centros neurálgicos de las Antillas, como Santo Domingo o La Habana, así como en el Virreinato de Nueva España, siendo vendidos en Portugal como si fuesen naturales de las colonias lusas. En otro juicio por la libertad de un indio, su propietario alegó su naturaleza brasileña, basándose exclusivamente en el hecho de que fue comprado en Lisboa. Las pesquisas del fiscal del Consejo terminaron por demostrar que efectivamente unos años antes había sido vendido en Lisboa por un marinero de Sanlúcar de Barrameda que a su vez lo había adquirido tiempo atrás en la Nueva España.
Pero, también había en muchas ciudades españolas, pequeños traficantes que se dedicaban a comprar indios en la capital portuguesa para luego venderlos en distintos mercados de la geografía peninsular. De hecho, conocemos el caso de un hombre de Baeza, llamado Alonso Sánchez Carretero, que fue a Lisboa a adquirir quince indios, pues tenía por oficio "comprar y vender esclavos" (Mira, 2000: 83). Concretamente, en el importante mercado de Valencia sabemos que en 1509 se vendió un esclavo brasileño, mientras que a fines de 1516 llegaron para su venta otros ochenta y cinco indios de la misma colonia portuguesa (Cortés Alonso, 1964: 60).
Muchos llegaron sin marca alguna a la Península, siendo herrados a su llegada con el hierro real. Evidentemente, con los problemas que había en la Península para demostrar su esclavitud, los propietarios se afanaron en marcarlos a toda costa. No debemos olvidar que prácticamente en todos los procesos se alegaba la marca con el hierro real como prueba irrefutable de su condición de cautivo. Así, en el proceso por la libertad de una nativa, propiedad de un tal Cosme de Mandujana, los testigos alegaron que tan sólo el hecho de estar herrada con el hierro de Su Majestad "basta por título, porque así se había usado y acostumbrado después que esas partes se descubrieron...". Marcándolos creían que evitarían las incómodas pesquisas de los oficiales reales sobre aquellos aborígenes sospechosos de estar sometidos a servidumbre de forma ilegal. Ante tal lesiva práctica la Corona decidió finalmente prohibirla por una disposición expedida el trece de enero de 1532 que no fue suficientemente efectiva, pues, fue incumplida en las décadas posteriores.
Son innumerables los casos que conocemos de indios que llegaron a España sin marca de esclavitud y que fueron herrados con posterioridad. Esto le ocurrió, por ejemplo, a la india Catalina, propiedad del carmonense Juan Cansino, o al indio Pedro, propiedad del capitán Martín de Prado, que lo herró en la cara con una “C”, tras conocer que quería presentar ante el Consejo una querella por su libertad. Doña Isabel Carrillo fue mucho más lejos cuando le colocó a su indio "una argolla de hierro al pescuezo esculpidas en ellas unas letras que dicen esclavo de Inés Carrillo, vecina de Sevilla a la Cestería" (Mira, 2000: 84). No es el único que encontramos con este sufrido collar, muy frecuente también entre los esclavos negros, pues, otro aborigen, llamado Francisco, cuando fue adquirido, su dueño, Juan de Ontiveros, se lo mandó colocar. Pero, incluso, debemos decir que la opción de la argolla no era la más dramática, pues, un indio que Gerónimo Delcia vendió en Sevilla a Diego Hernández Farfán tenía una marca en la cara en la que se podía leer: "esclavo de Juan Romero, 7 de diciembre de 1554" (Gestoso, 2001: 56). Estas marcas en el rostro, selladas a fuego, eran comúnmente aplicadas a los esclavos en la España de la época.
2.-EL INDÍGENA EN LA ESTRUCTURA SOCIO-LABORAL
El indio esclavo, al igual que el negro, desempeñó la doble función suntuaria y laboral. Como escribió Franco Silva "según sea la profesión del dueño se puede saber el empleo del esclavo" (1992: 96). Efectivamente los cautivos solían seguir
-de buena o mala gana- la suerte de su señor. También hubo determinados sectores sociales privilegiados que utilizaron al indio básicamente como elemento de ostentación, aunque no fue lo más común. Este último fin se veía favorecido, sobre todo en los primeros años del quinientos por el exotismo que inspiraban estos pintorescos seres. Cristóbal Colón fue el primero que en 1493 los trajo con este fin, pues se paseó por diversas ciudades de la Península con algunos de ellos que fueron "la admiración de todo el mundo". En 1515 la Corona mostró su interés en conocer esos temidos indios caribes que comían carne humana y que eran más recios que ocho o diez taínos. Para ello, ordenaron al tesorero de la Española Miguel de Pasamonte que enviase algunos de ellos, lo cual cumplimentó a través de Gonzalo Fernández de Oviedo que trajo a España un total de diez caribes, seis de ellos de sexo femenino.
Asimismo, en 1521, Hernán Cortés envió, junto al tesoro de Moctezuma, varios nativos para que fuesen admirados en Castilla. Desconocemos cuántos de ellos llegaron a pisar tierra peninsular, pues, como es de sobra conocido, la flota fue interceptada por corsarios franceses, y tan sólo un navío llegó a su destino.
Nuevamente, en 1528, el propio conquistador de Medellín se personó en España con un séquito de treinta y seis indios -uno por cada año que hacía del Descubrimiento de América- vestidos según su costumbre, que al parecer fueron la fascinación de cuantos tuvieron la oportunidad de contemplarlos. Está claro pues, el componente exótico de estos aborígenes, utilizados por algunos de estos ostentosos indianos para llamar la atención en las viejas ciudades españolas.
Sin embargo, ya hemos dicho que lo más común fue que desempeñaran los oficios de sus dueños así como diversas tareas domésticas. De hecho, tenemos detectada su presencia en los tres sectores económicos, es decir: en el primario, en el secundario y en el terciario. En el estado actual de las investigaciones es imposible establecer porcentajes por grupos pero sí que podemos afirmar la presencia del aborigen americano en las más diversas actividades laborales. Entre los poseedores encontramos personajes de la administración, clérigos, mercaderes, zapateros, sastres, tundidores, esparteros, agricultores, cocineros, etcétera.
Entre las altas jerarquías eclesiásticas encontramos a Diego López de Ayala, canónigo de la Catedral de Toledo, Juan Fernández Themiño, "prior, canónigo y provisor de la Santa Iglesia de Sevilla", y a Francisco de Cepeda, capellán del arzobispo de Sevilla. También hay algunos clérigos, como García de Torres, vecino de Medinaceli, Tomás Rodríguez, domiciliado en Córdoba, y un tal Rodrigo, "ermitaño de Nuestra Señora de los Remedios" en la capital Hispalense.
Asimismo, figuraban varios comerciantes, como el sevillano Pero Álvarez, Damián de Jerez o el mercader badajocense Alvar Núñez. También el cosmógrafo de la Casa de la Contratación, Alonso de Chaves, o el consejero de la hacienda de Su Majestad, Pedro Gutiérrez.
También encontramos como propietarios a artesanos del gremio de carpinteros, zapateros o sastres. Oficios que requerían una cierta especialización, y que, obviamente, habían aprendido con posterioridad a su llegada a la Península, normalmente por la simple observación del trabajo de sus dueños. Así, por ejemplo, del indio Francisco Manuel se decía que "había servido cuatro años y más tiempo muy bien y fielmente, haciendo todo lo que le ha mandado así de noche como de día así en su oficio de carpintero como en todas las otras cosas que le ha mandado el dicho Sebastián de Aguilar y su mujer y madre...".
En la puerta de Jerez, en Sevilla vivía otro nativo americano, llamado Juan Díaz, natural de Cubagua, allí tenía instalado su propio taller de sastrería desde la década de los cuarenta. Y también en la capital hispalense encontramos, en 1575, un aborigen llamado Diego, al parecer procedente de las Indias Orientales, que había aprendido el oficio de zapatero con su antiguo dueño portugués y que trabajaba, en calidad de esclavo, en una espartería, majando esparto. Otro indio, llamado Juan, se ganaba la vida trabajando a jornal como tundidor en la villa de Baeza. En las islas Canarias encontramos otros aborígenes trabajando en oficios artesanales, como Pablo -que ejercía como zapatero pese a ser "manco de un dedo de la mano"-, Luis de la Cruz -que trabajaba como curtidor- o otro indio que trabajaba como "maestre de azúcar". Excepcionalmente encontramos en la localidad Gran Canaria de Telde un indio libre que entró como aprendiz por tres años en el taller del curtidor Vicente Bocarando (Lobo Cabrera, 1983: 529). Aun así, no faltan excepciones, es decir, indios que fueron puestos a trabajar en oficios que habían aprendido y desempeñado en sus lugares de origen. Este es el caso llamativo -y por tanto excepcional- de dos indios que se dedicaban a buscar conchas y perlas en las terrazas marinas de Gáldar, también en las islas Canarias (Ibídem).
No cabe duda, pues, que estos aborígenes contaban con una cierta cualificación profesional. Como ya hemos visto esto se pone bien de manifiesto cuando en las sentencias se condenaba a pagar a muchos antiguos propietarios entre diez y doce ducados de indemnización por cada uno de los años servidos. Así le ocurrió a la viuda de Hipólito Sedano, vecina de Monzón, que hubo de pagar doce ducados por cada uno de los catorce años de servicio prestado por un indio suyo llamado Gonzalo. Una cifra parecida, cuatro mil quinientos maravedís anuales, solicitaba el indio Diego por cado año trabajado para su dueño Rodrigo Alonso, vecino de Sevilla2. Tampoco se trataba de grandes cantidades, unos doce maravedís diarios, pero no podemos perder de vista que se trataba, en aquella época, de oficios serviles desempeñados comúnmente por esclavos y por minorías sociales como los moriscos. No en vano, sabemos que una buena parte de los esclavos de la Sevilla del siglo XVI fueron cocineros, olleros, albañiles, curtidores y criados, es decir, desempeñaron justo los mismos oficios que los indios afincados en Castilla, según hemos visto en las líneas precedentes (Morales Padrón, 1977: 103). El hecho de que los indios desempeñasen oficios artesanales no les otorgaba ningún status dentro de la cerrada sociedad española de la Edad Moderna.
Otros nativos desempeñaron oficios de menor cualificación, siendo su indemnización anual por cada año que sirvieron de tan sólo cinco ducados. Se trataba de aborígenes que servían como simples mozos y recaderos, pues no habían aprendido otras habilidades o al menos no habían tenido la oportunidad de desempeñarlas.
Finalmente queremos destacar otra ocupación en la que frecuentemente se empleó al indígena americano, sobre todo a las mujeres, esto es, en las tareas domésticas. A algunas de estas indias se confiaron responsabilidades tales como acompañar a menores de edad en la travesía rumbo a Castilla. Eso le ocurrió a la india Elena, que viajó a España custodiando a una niña de cinco años, llamada María de la Cerda, hija de Vasco Porcallo y de Leonor de Zúñiga. Cuando arribó a tierras españolas la desdichada nativa fue confiscada, mientras la familia suplicaba su devolución pues había criado a doña María "y ahora no se hallaba sin ella". Un caso muy similar es el de una india llamada Juana que viajó en torno a 1536 a España para llevar una cría, vástago de un tal Martín de Valdés.
En ocasiones estas esclavas sufrían los abusos sexuales de sus propietarios. De hecho en 1536 en una carta mandada por el Rey a los oficiales de la Casa de la Contratación se denunciaba lo siguiente:
"Que soy informado que algunos marineros y pasajeros y otras personas que vienen de Indias traen consigo algunas mujeres indias por esclavas y otras libres con las cuales, en ofensa de nuestra conciencia y no mirando su instrucción en la fe, tienen acceso carnal y las retienen en sus casas continuando su pecado..."
Está claro que las esclavas en la Edad Moderna, además de prestar un servicio en la casa, hicieron las veces de mayordomas, concubinas, mozas e incluso de consejeras de sus señores.
La esperanza de vida de estos indios debió ser muy reducida como lo era a fin de cuentas la de todas las personas de la época. En el caso de los esclavos indios que se vieron rozados a hacer grandes trabajos físicos, junto a los negros, debió ser especialmente corta, quizás los treinta y cinco o los cuarenta años de esperanza media.
Muchos de estos esclavos, tras ser liberados, acababan sus días como indigentes en las calles de las principales localidades españolas. Para evitar esta lamentable situación el Rey acabó por conceder pasaje gratuito a sus regiones de origen a todos aquellos que se encontrasen en esta situación tan comprometida. Concretamente, sabemos que en Triana vivía un indio ciego que sobrevivía de las limosnas que obtenía mendigando por las calles. Estos desdichados seres engrosaron la larga lista de mendigos y miserables que proliferaron en Sevilla a la sombra de las opulencias que paradójicamente generó el Nuevo Mundo.
3.-LA TRATA DESPUÉS DE LAS LEYES NUEVAS
A partir de la promulgación de las Leyes Nuevas, en 1542, el indio fue declarado libre y las circunstancias cuanto menos legales cambiaron sustancialmente. En general, podemos decir que el tráfico se ralentizó, disminuyendo considerablemente. Pero es importante subrayar que, aunque descendió su volumen, el flujo continuó. Y todo ello debido a dos causas: una, a que, como ya hemos afirmado, los portugueses no prohibieron la esclavitud de los nativos del Brasil. Y otra, a la permisividad –quizás prevaricación- de algunas autoridades españolas que no observaron, como debían, la legalidad vigente. Por ello continuaron entrando de forma ininterrumpida indios, en su mayor parte a través del puerto de Lisboa.
Una vez vendidos, y teniendo en cuenta que sus poseedores solían ser personas poderosas, o al menos influyentes en su entorno local, era difícil convencerlos para que los liberasen. No olvidemos que, en muchos casos el comprador había sido engañado por el mercader y disponía de un documento tan legal como era la carta de compra-venta.
Así, pues, la legislación no acabó a corto plazo con la esclavitud, aunque a medio o largo plazo sí que supuso el punto de partida de su supresión. Efectivamente, gracias a la política proteccionista del indio por parte de las autoridades españolas el flujo disminuyó considerablemente desde la década de los cuarenta y se hizo prácticamente insignificante en la centuria decimoséptima.
Pero queremos aclarar un punto, ¿qué pasó con los indios que ya estaban con anterioridad en la Península sirviendo como esclavos? Pues, bien, la mayor parte de ellos no retornó a sus lugares de origen. La decisión, en unos casos, fue forzada por su precaria situación económica muy a pesar de que la Corona, ante la situación de desamparado en la que algunos de ellos cayeron, decidió pagar el pasaje a todos aquellos que optaron voluntariamente por regresar a sus respectivos lugares de origen. En otros casos debió ser por falta del valor suficiente, de la energía o del espíritu adecuado para llevar a cabo una travesía dura e incierta. Pero probablemente la mayor parte de ellos decidieron quedarse voluntariamente y de buen grado. Y era lógico porque casi todos ellos hacía décadas que residían en España y muchos, incluso, habían nacido ya en la Península. Realmente, su tierra y su realidad no era ya su lugar de origen en el continente americano sino España.
Está claro que el grueso de los indios ahorrados se quedó en la casa de su antiguo dueño, sirviéndoles en calidad de criados. La nueva situación se asemejaba mucho a la anterior, quizás con la única excepción de que, en adelante, estarían adscritos a una familia y no se podrían vender en el mercado esclavista. Y esta idea la vamos a ratificar a través de un documento del último tercio del siglo XVII. Se trata de un texto de gran interés sobre todo por su fecha tan tardía que demuestra que, más de un siglo después, todavía había criados indios en ciertos hogares españoles que además eran tenidos prácticamente por esclavos. En este documento, fechado en Badajoz el cinco de julio de 1675, una monja, Leonor Vázquez, ratificaba ante notario la condición libre de una criada india que poseía, llamada María. En dicha fe notarial reconoce haber tenido en su casa a una india llamada Ana, a su hija Felipa y, finalmente, a la nieta de la primera, llamada María. Ratificaba su condición de persona libre porque eran consideradas por los vecinos como "esclavas" pese a que no lo eran (Marcos Álvarez, 2001: 273). De todas formas parece obvio que su situación era tan similar a la del esclavo, que todos los que la conocieron la tuvieron como tal y solo una fe notarial pudo dar solidez a la condición libre de la desdichada María. En estos casos concretos, todo parece indicar que estos indios dejaron de tratarse como esclavos pero adoptaron un papel muy similar como criados que apenas distaba nada de su antigua condición servil.
4.-LOS ZAMBOS: UNA MINORÍA ENTRE DOS MUNDOS
En las primeras décadas del quinientos, cuando el número de indios en el sur de España era considerable encontramos numerosos casos de matrimonios entre indios, entre mestizos o entre ambos. Así, en la década de los treinta vivían en la collación de San Vicente de Sevilla al menos dos matrimonios de indios, uno formado por Francisco Pérez y la india Catalina "su legítima mujer" y otro por Francisco e Isabel que eran criados de Diego Suárez y de Inés Bernal. Trece años después, concretamente en 1549, se desposó, en la iglesia de Santa Ana de Sevilla, el indio Juan de Oliveros con una mujer de su misma raza que vivía en Triana, llamada Inés (Mira, 2000, 73).
Sin embargo, en la segunda mitad de la centuria dejan de aparecer bodas entre indios y se hacen más frecuentes las uniones entre indios o mestizos y negros. Y todo ello debido a varias causas obvias, a saber: primero, porque, debido al cumplimiento más estricto de las prohibiciones sobre la trata, la cantidad de indios que había en la península menguó de forma considerable de forma que debía ser realmente difícil el encuentro entre indios e indias. Y segundo, porque el matrimonio con blancos era impensable en esta época, si no por una cuestión racial al menos sí por razones sociales. Por ello, el número de matrimonios entre indios y blancos fue insignificante o nulo. Punto aparte es el hecho de que algunas mestizas legitimadas, y sobre todo adineradas, llegaran a casarse con españoles. Algunos casos muy importantes conocemos. Pero absolutamente impensable y casi imposible debieron ser los matrimonios entre hombres indios o mestizos y mujeres españolas.
En cambio, disponemos de numerosos casos de enlaces entre negros e indios. Así, el nueve de mayo de 1572 se casaron en la parroquia de San Vicente de Sevilla, Pedro, indio natural de las Indias de Portugal, y Violante, negra, ambos criados de Diego de Luyando. Curiosamente, once meses después bautizaban a su primera hija, Bernardina, que debía ser zamba, aunque en la partida de bautismo constan ambos progenitores como indios, quizás porque ella asimiló el patrón racial de su marido3.
En adelante será muy frecuente a la hora de describir a los indios decir que era esclavo "mulato indio", denotando claramente su doble ascendencia negra e india. Era el caso del indio Domingo, descrito como "esclavo mulato membrillo cocho", vendido en Llerena el quince de febrero de 1599. También en Jerez de los Caballeros se vendió, el catorce de septiembre de 1628, por mil quinientos reales, una esclava "mulata india", de doce o trece años de edad.
Y no son las únicas referencias, pues, en otros documentos no se cita el carácter mulato del indio en cuestión pero sí que se dice que su color es moreno, oscuro o “baço”. Con estos adjetivos son citadas, en 1675, las indias Ana y Felipa que vivían en Badajoz. Obviamente, no debían ser exactamente indias sino zambas, descendientes de indio y negro, en distintos grados de miscigenación.
PARTE II:
LAS ELITES INDIAS Y MESTIZAS
1.-CACIQUES Y CURACAS EN ESPAÑA
Como ya hemos afirmado, desde un primer momento las autoridades españolas tuvieron un trato muy diferente y favorable con los indios pertenecientes a la élite política. Se trataba de una actitud que tenía antiguas raíces históricas en España, pero que además tenía precedentes cercanos espacial y temporalmente. De hecho los portugueses, en su proceso de expansión atlántica por el África Negra en el siglo XV, habían llevado una política similar de respeto a los privilegios de los reyezuelos locales.
La postura oficial fue la del reconocimiento de la nobleza indígena lo cual tenía su lógica interna, mucho más allá de la tradición histórica. Entre las autoridades españolas siempre se tuvo la certeza de que, atrayéndose a la élite indígena, se podría controlar mucho más fácilmente al resto de los nativos. Por ello, una de las principales estrategias utilizadas por las autoridades españolas para hispanizar al indígena fue precisamente, como afirma István Szászdi, la conversión y transformación de los caciques en vasallos ejemplares a los ojos de sus distintas comunidades indígenas (1999: 31).
La legislación de esta realidad no se hizo esperar. Desde las primeras décadas del siglo XVI se expidieron una serie de leyes tendentes a equiparar el status de la nobleza indígena con el de los hidalgos castellanos. De hecho, desde muy pronto se expidieron autorizaciones para que algunos indios de alto rango social utilizasen el título de "don". Concretamente, tal merced fue concedida en la temprana fecha de 1533 a don Enrique, indio alzado en las sierras del Bahoruco en la Española y, con posterioridad, a un sinnúmero de indios. Y hasta tal punto fue cierta la intención de equiparar a estos caciques con la nobleza española que incluso encontramos algún caso, como el del indio Melchor Carlos Inga, descendiente de Hueyna Capac, a quien en 1606 se autorizó su ingresó como caballero de la Orden de Santiago.
Este reconocimiento social se vio siempre acompañado de una política educativa que priorizaba a los hijos de los caciques, una política que dio grandes frutos desde los inicios de la colonización antillana. Un buen número de caciques y de mestizos fueron traídos a lo largo del quinientos a la Península para ser educados en colegios y en conventos españoles.
Disponemos de abundante documentación sobre la llegada a la Corte Real española de indios de alto rango. En 1533 arribaron a nuestras costas don Pedro Moctezuma y el indio don Gabriel, permaneciendo varios años y recibiendo los honores y privilegios propios de su status social. Antes de su vuelta a México el rey le hizo una merced nada menos que de dos mil pesos de oro a perpetuidad (Mira, 2003:4).
En mayo de 1554 llegó preso a la Península don Francisco Tenamaztle, cacique de la región de Nueva Galicia, solicitando su libertad y la de su pueblo. El trato dispensado por la Corona fue muy cordial y generoso acorde con su rango caciquil y en consonancia con la política que desarrollaba la Corona desde los primeros tiempos de la colonización. De hecho, el Emperador dejó dispuesto por una Real Cédula, dada en Valladolid el diez de mayo de 1554 y refrendada del secretario Samano, que se abonasen al dicho indio cuatro reales diarios para su mantenimiento durante "todo el tiempo que estuviese en esta corte" a contar desde el cuatro de mayo del citado año. Y, en vista del trato recibido y de la pensión diaria a costa de las arcas reales, el ilustre indio decidió quedarse una larga temporada en la Península, para "conocer" bien los reinos de España (Mira, 2003: 4-5). No sabemos mucho más sobre su estancia en la Península, sus actividades, los lugares visitados, etcétera porque la documentación es parca al respecto. Sin embargo, sí sabemos que estuvo en tierras castellanas hasta el diez de noviembre de 1556, fecha en la que falleció, después de haber permanecido postrado en una cama desde septiembre de 1556.
Por esas mismas fechas pasó por la Corte el cacique de Utlatlán, don Juan, y seis años después, e cacique don Francisco Inga Atabalipa. Este último acudió a la Corte para hablar de asuntos relacionados con su comunidad. El veintitrés de agosto de 1563 se expidió una Real Cédula para que se le abonasen al citado cacique los maravedís que fueran necesarios para su sustento.
Y casi inmediatamente después se personó en la corte del Rey Prudente don Luis de Velasco, cacique de la Florida, con otro indio que le servía en calidad de criado. No sabemos cuándo arribó a la Península pero sí que en diciembre de 1566 se encontraba en Madrid, localidad en la que residió hasta el doce de junio de 1567 "en que el dicho indio se fue a Sevilla". No sabemos por qué motivo el trato dispensado a este indio fue muy especial. Además de la pensión de cinco reales diarios, abonados entre primero de enero de 1567 y el doce de junio del mismo año, a este cacique se le agasajó con todo tipo de lujos que costaron a la Corona varias decenas de miles de maravedís. Por un lado, la residencia del indio en una posada de Madrid, fue abonada aparte, a través del beneficiado de la iglesia de Santa Cruz de Madrid, que a la sazón había sido el encargado de buscarle una residencia adecuada en la capital española.
Hacia 1584 se personó en la Corte Pedro de Henao, cacique de los pueblos de Ypiales y de Potosti –actual Ecuador-.En esta ocasión afirmó que era la segunda vez que estaba en España, aunque no tenemos ninguna referencia documental más sobre su primera estancia. Sea como fuere, en 1584 acudía con la intención de informar al Rey de los excesos que cometían los españoles con los indios de su cacicazgo, forzándolos a trabajar por tan solo seis reales al mes4.
También en esta ocasión el trato que recibió de la Corona fue exquisito, no escatimándose gastos para que el cacique se encontrase en la Península lo mejor posible. Para su estancia en Madrid, en una posada, manutención, vestido y calzado, así como por los gastos derivados de una enfermedad que padeció en la capital se desembolsaron nada menos que 1.279 reales, es decir, poco más de 116 ducados. Asimismo, se destinaron 243 reales para pagar los gastos del viaje de regreso de Madrid a Sevilla. No se abonó el pasaje porque llevaba un salvoconducto para que el general de la flota le diese, en la capitana o en la almiranta, pasaje gratuito a él y su criado, así como las raciones de comida que les correspondiesen.
Tres años después, se personaron en el Escorial dos caciques indios, procedentes de la entonces provincia de Quito. Su intención era muy diferente. El primero de ellos, don Sebastián de Guara Mitimac, cacique de los indios de “Pipo” –según su propia declaración-, en la provincia de Quito, solicitaba ayuda frente a la ocupación que habían hecho los españoles de las tierras de los indios de su cacicazgo 5. El segundo, don Hernando Coro de Chávez, tenía un interés más personal, pues pedía que siendo como era descendiente de los Incas, se le permitiese traer espada y daga6. No sabemos prácticamente nada de su estancia en la Península pero ambos obtuvieron sendas cédulas satisfaciendo sus peticiones.
2.-LA FORMACIÓN DE UNA ARISTOCRACIA MESTIZA EN ESPAÑA
La Corona se mostró muy favorable a la traída de mestizos a la Península con la intención evidente de apaciguar los ánimos de un grupo especialmente activo. Por ello, desde 1513, encontramos numerosas licencias en este sentido. Concretamente en enero de este último año se otorgó una autorización a un tal Juan García Caballero para llevar a Castilla a dos hijos suyos habidos con una indígena. Nuevamente, el fin aparece sumamente explícito, es decir, doctrinarlos y enseñarlos "en las cosas de nuestra Santa fe Católica". Posteriormente, entre 1515 y 1524, tenemos noticias de al menos quince licencias más de estas características, referidas todas ellas a mestizos nacidos en las Antillas Mayores y en Tierra Firme.
Pero, es más, en 1524 la Corona legalizó la migración de mestizos a Castilla, eximiendo de la licencia Real como hasta entonces había sido habitual. Efectivamente, expidió una autorización para que todas aquellas indias "que tuviesen hijos de un español" pudiesen embarcarlos don destino a la Península, con tan sólo un informe del gobernador de la provincia de donde fuese natural. Desde entonces la libertad de los mestizos para pasar a la Península fue absoluta. Pese a todo la Real Cédula de 1524 sólo se refería a los mestizos menores de edad que viajasen con su madre. En el caso de ser mestizos adultos y arraigados a la tierra seguía siendo necesaria la pertinente autorización. De hecho, conocemos algunas licencias expedidas con posterioridad a esta fecha.
Pero también las propias familias fomentaron su arribada a España pues querían un futuro mejor para estos hijos aunque, en su mayor parte, fuesen solo naturales. En las primeras décadas de la colonización esto no fue demasiado difícil porque, como bien se ha escrito, "la primera generación de mestizos se fue del lado español".
Llegó a haber tal número de mestizos afincados en España y su poder económico fue tal que se puede hablar de la existencia de una auténtica aristocracia mestiza. Un grupo que debió ser muy respetado por su considerable poder económico.
Casos particulares tenemos muchos, algunos muy conocidos como el del Inca Garcilaso de la Vega o don Juan Cano Moctezuma. Este último, nieto del emperador azteca, hijo de la princesa Teixtalco de Tacuba y del cacereño Juan Cano Saavedra. Juan Cano Moctezuma y sus descendientes formaron parte de la más selecta élite aristocrática de la sociedad cacereña.
No menos rica llegó a ser doña Francisca Pizarro Yupanqui, hija del conquistador del Incario y de la princesa Inca Quispe Cusi, nieta de Huayna Capac. Tras la muerte de su padre, su tío Gonzalo Pizarro planeó casarse con ella para fundar una dinastía en Perú. Pero finalmente, tras el fallecimiento de éste, don Pedro de La Gasca la envió a España, donde se desposó curiosamente con su otro tío Hernando Pizarro. La ceremonia tuvo lugar al parecer en 1552 en el Castillo de la Mota de Medina del Campo, donde se encontraba confinado el único superviviente de los conquistadores del Perú. Junto a su marido se dedicó a intentar recuperar la fortuna de los Pizarro. De forma que cuando en 1578 enviudó era una de las mujeres más ricas de España. Pocos años después se casó en segundas nupcias con un arruinado noble extremeño, llamado Pedro Arias Portocarrero, Conde de Puñonrostro, con quien vivió en Madrid hasta su muerte en 15987. A juzgar por el inventario de sus bienes, realizado entre junio y septiembre de 1598, aún siendo aún considerable, es probable que malgastara gran parte de su fortuna en el esplendor de la corte madrileña.
Pero al margen de estos casos, llamativos y muy conocidos, hubo centenares menos conocidos para la historiografía. Fueron muchos los españoles que legitimaron a sus hijos mestizos, nombrándolos en sus testamentos como sus herederos. Esto fue lo que hizo un encomendero de Fregenal de la Sierra, llamado Francisco Marmolejo, que dictó su testamento en Nata (Castilla del Oro) el veinticuatro de febrero de 1531. En él reconoció a sus dos hijos Francisco y Macaríes de Marmolejo, habidos con una india naboría que él mismo tenía en repartimiento y otorgándole a cada unos doscientos pesos de oro. Asimismo decidió que sus hijos debían marchar a Castilla, destinando cincuenta pesos de oro para cada uno de sus pasajes. La hija debía ingresar con los doscientos pesos en el monasterio franciscano de Nuestra Señora de la Concepción de Fregenal, mientras que su hijo quedaría a cargo de su hermano Diego de Marmolejo para que "le doctrine y enseñe en las cosas que le pareciere que debe ser enseñado como hijo de quien es..." (Guerra, 1978: 468-469). Esta claro que para su hija, Marmolejo había buscado lo que Juan Gil denomina "el lugar ideal donde recluir a las hijas naturales" (1997: 30). Pese a todo la joven mestiza jamás llegó a pisar tierra española porque murió poco después de dictar su padre el testamento, según se deduce de un codicilo otorgado el dos de abril. En cuanto a su hijo, Francisco Marmolejo, sabemos que siete años después seguía en Nueva España, pues recibió una autorización para vender sus bienes y marcharse a Sevilla. Por desgracia esto es todo lo que podemos decir de este mestizo al que se le pierde la pista desde este momento.
En 1547 el contador de Nicaragua, Andrés de Covarrubias, pidió permiso para retornar a las Indias con un mestizo de siete u ocho años que había traído consigo. Precisamente en ese mismo año detectamos la presencia en España de otros dos mestizos originarios de Cuba, un hijo de Esteban de Lagos y el otro un vástago de Juan de Barrios. Ambos fueron enviados a finales de 1546, junto al licenciado Estévez, para "ponerlos en un estudio" en Sevilla. En marzo de 1547 solicitaron su retorno a Cuba, alegando problemas de salud.
Otros mestizos, como Diego de Ávila, no corrieron tanta suerte. Pertenecía a una familia acomodada de la Nueva España y hacia 1549 o 1550 vino a España animado por un deseo de conocer las tierras del otro lado del océano. Una vez en Sevilla, se convirtió en paje de Antonio de Osorio que lo llevó consigo en su viaje a Roma. En 1556, de regreso en España, enfermó, siendo ingresado en el hospital del Amor de Dios de Sevilla, donde murió en 1557 no sin antes disponer para dicha institución benéfica la tercera parte de su pequeña fortuna
Por su parte, el capitán Gómez Hernández, natural de Montijo (Badajoz), declaró en su testamento, redactado en Cartagena de Indias el 7 de agosto de 1569 que tenía un hijo y una hija, ambos naturales, habidos con sendas indias de su repartimiento. Ambos quedaban en su testamento legitimados, disponiendo para ellos la mitad de sus bienes, una vez pagadas las mandas dispuestas. La hija mestiza, llamada Isabel Hernández, estaba ya en el momento de redactar su última voluntad en Montijo en poder de Elvira López, una prima suya8. No sabemos mucho más de ella, que debió convertirse, de la noche a la mañana, en una de las mujeres más ricas de Montijo.
Finalmente, mencionaremos el caso de un comerciante, natural de Talavera la Real, llamado Juan del Campo que hizo una enorme fortuna en la Villa Imperial de Potosí. Tras fundar un convento en su tierra natal reconoció un hijo natural mestizo, llamado Francisco del Campo Saavedra, que tras estudiar varios años en la Universidad de Lima lo envió a la de Salamanca para que completara sus estudios teológicos. Para su traslado dio poder a Alonso Muñoz, a quien le entregó cuatrocientos pesos de plata para los gastos del viaje. Una vez en Salamanca le debía dar a su hijo entre doscientos y doscientos cincuenta ducados anuales, según sus necesidades, siempre y cuando perseverara en sus estudios. Una vez que se ordenase sacerdote lo dejaba como capellán del convento de carmelitas de su aldea natal. Y dicho y hecho, Francisco del Campo acabó sus estudios en Salamanca y marchó a vivir al pueblo de Talavera la Real, donde vivió holgadamente como capellán del citado convento (Méndez Venegas, 1987: 70).
Pero, junto a esta élite mestiza también encontramos otros de baja extracción social, hijos de las esclavas y siervas indias que había en la Península. Unos mestizos de condición social muy humilde que vivieron y murieron sin llegar a conocer sus raíces americanas. Así, por ejemplo, el 3 de septiembre de 1559 se bautizaron en la parroquia de Santa María del Castillo de Badajoz dos mestizos, llamados Juan y Diego, "hijos de Catalina Sánchez, prieta de Leonor de Chávez” (Mira, 2000: 93). La condición de estos mestizos ilegítimos –sin padre conocido- debió ser libre, al menos así lo disponía la legislación. En cualquier caso es obvió que jamás llegaron a disfrutar del mismo status social que el resto de los españoles, pues el color de su piel delataba su origen.
En definitiva, aunque no sabemos el número exacto de mestizos que llegó a haber en la Península parece claro que debieron ser numerosos y no pocos de ellos muy poderosos desde el punto de vista económico.
CONCLUSIONES
Como puede observarse en las páginas precedentes no es poco lo que se ha hecho en torno a esta minoría étnica en la Península Ibérica. Pero también es cierto que es mucho lo que queda por hacer para que algún día tengamos un conocimiento más o menos nítido de esta temática.
Los estudios siguen siendo aún escasos, pues, además de nuestros trabajos contamos con un reducido número de ensayos entre los que no podemos dejar de citar los de Alfonso Franco (1978a; 1978b; 1979; 1992), Juana Gil-Bermejo (1983; 1990), Amadeo Julián (1997) y Juan Gil (1997), entre algunos otros. También han sido muy importantes para entender el contexto legal los aportes de García Añoveros (2000) en torno al pensamiento sobre la condición de los indios. Dada la parquedad bibliográfica, el esfuerzo debe centrarse en escudriñar la documentación que se conserva en distintos repositorios nacionales y locales. En el Archivo General de Indias, hay documentación inédita en las secciones de Indiferente General, Justicia, Contratación y Patronato. También en el Archivo General de Simancas, como en el de Indias, es posible todavía encontrar material documental inédito sobre la cuestión.
Pero también existen centenares de referencias en los archivos locales andaluces y extremeños, en los parroquiales y en los protocolos notariales. El problema es que toda esta documentación local presenta graves inconvenientes. Para empezar se trata de un material ingente, imposible de abarcar por una sola persona. Por poner un ejemplo concreto, diremos que tan sólo la documentación notarial existente en Sevilla desde 1525, año en el que acabó Franco Silva su estudio sobre la esclavitud, hasta 1600 sería suficiente para realizar varias tesis doctorales. Sin duda es necesario esperar a que estos estudios sobre la esclavitud en las distintas ciudades y villas españolas se vayan realizando y publicando para ir conociendo la presencia de indios en las distintas regiones españolas. Además, tampoco la documentación local es la panacea, pues no siempre se menciona la etnia del esclavo. Este problema es especialmente agudo en el caso de los registros sacramentales ya que esta información depende exclusivamente de la minuciosidad del sacerdote que redacta la partida. Pero, incluso, en el caso de que se mencione su condición de indio existen tres procedencias posibles que casi nunca se especifican, a saber: la América Española, la América portuguesa y, finalmente, la mismas Indias orientales, donde los portugueses poseían diversas factorías. Sabemos que, desde 1512, llegaron a la Península unos pocos centenares de asiáticos, siendo el resto naturales del continente americano. Por tanto, los oriundos de Asia constituyeron una reducidísima minoría dentro de los ya de por sí minoritarios aborígenes americanos. Distinguir ya cuántos de ellos procedían de la América Española y cuántos del Brasil es en estos momentos una tarea imposible.
Por otro lado, el hecho de que nos hayamos centrado en el siglo XVI no significa que no hubiese indios en la siguiente centuria. Existen algunas investigaciones, como la que Ndamba Kabongo realizó sobre la esclavitud en Córdoba entre 1600 y 1621, en las que se detecta la presencia de algunos esclavos americanos. Asimismo, y por citar algún caso concreto, el catorce de septiembre de 1628 se vendió en Jerez de los Caballeros (Badajoz) una esclava de origen indio, mientras que en El Pedroso vivía, en 1640, un indio, al parecer libre, llamado Miguel García, que asistió como testigo a un bautizo celebrado en la iglesia parroquial de dicha localidad (Mira, 2000: 17).
En cualquier caso, todo parece indicar que la afluencia de esclavos indios a la Península se ralentizó considerablemente en el seiscientos, siendo la mayor parte de ellos procedentes de la América portuguesa.
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1 Pleito por la libertad de los indios de Francisco Bravo, vecino de la ciudad de Valladolid, 1559. AGI, Justicia 1023, N. 2, R. 2.
2 Pleito por la libertad del indio Diego, propiedad de Rodrigo Alonso, vecino de Sevilla, 1575. AGI, Justicia 928, N. 8.
3 Archivo Parroquial de San Vicente de Sevilla, Libro de Bautismo Nº 6, fol. 185v.
4 Real Cédula al presidente y oidores de la audiencia de Quito, San Lorenzo, 22 de agosto de 1584. AGI, Audiencia de Quito 211, Lib. 2, fol. 129v.
5 Real Cédula al presidente y oidores de la Audiencia de Quito. San Lorenzo del Escorial, 4 de abril de 1587. AGI, Audiencia de Quito 211, Lib. 2, fol. 196v.
6 Real Cédula al presidente y oidores de la Audiencia de Quito, San Lorenzo, 4 de abril de 1587. AGI, Audiencia de Quito 211, Lib. 2, fol. 197r.
7 A esta mestiza dedicó el escritor peruano Álvaro Vargas Llosa una magnífica novela histórica, titulada La mestiza de Pizarro. Una princesa entre dos mundos (Madrid, Aguilar, 2003).
8 Testamento del capitán Gómez Hernández, Cartagena de Indias, 7 de agosto de 1569. AGI, Justicia 1185, N. 1, R. 4.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
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